Desde
época romana se ha considerado el matrimonio como una institución
básica para la consolidación de la comunidad. La unión entre dos
individuos representaba la creación de una alianza familiar. El
establecimiento de este tipo de lazos servía para promover proyectos
comunes y garantizar la continuidad social. Con la crisis del Imperio
Romano algunos autores se remitirán a la importancia de la familia y
el matrimonio como base de la organización social. Horacio afirmó
que la corrupción política era resultado de la corrupción familiar
y Tácito alabó las relaciones matrimoniales de los pueblos
germánicos como fuente de su fortaleza y unión. Se buscó una
solución a la crisis en el retorno a las virtudes originarias de la
comunidad.
Antes de
celebrarse cualquier unión matrimonial debía determinarse quién
controlaría la patria potestas de la novia. Según el derecho
romano la mujer debía estar sometida a tutela que podía pasar del
padre al marido tras el matrimonio. Los romanos distinguían dos
tipos de matrimonio: cum manu y sine manu. En el
primero la patria potestad venía transferida a su marido, mientras
que en el segundo el padre la conservaba, era especialmente frecuente
entre parejas que no habían obtenido el consentimiento paterno para
casarse y se consideraba un matrimonio de segunda clase.
Con el
auge del cristianismo asomaron nuevas consideraciones sobre el
matrimonio, San Pablo lo consideró un “mal necesario” para
evitar los excesos sexuales, mientras que San Agustín criticó esa
postura y lo consideró una unión sagrada elevándolo a la categoría
de sacramentum. Al igual que los romanos creía que el
matrimonio era una institución indispensable para el mantenimiento
de la paz dentro de la comunidad. La Iglesia buscó un punto de
entendimiento entre ambas posturas al considerar el matrimonio una
unión necesaria para la comunidad y para contener los bajos
instintos de los hombres.
Tras la
caída de Roma se instauró un nuevo modelo matrimonial de origen
germánico. Los pueblos bárbaros reconocían hasta tres tipos de
matrimonio. El más oficial, el kaufehe, implicaba la compra
del mundium de la novia, es decir, el derecho de
autoprotección frente a la jurisdicción, algo similar a la patria
potestas romana. El segundo, el friedelehe, era un
matrimonio basado en el consentimiento mutuo de los contrayentes,
especialmente abundante entre aquellos que no podían permitirse
comprar el mundium de su esposa. Por último, el raubehe
o matrimonio por rapto, era considerado una violación de los
derechos paternales.
La
Iglesia criticó duramente estos modelos matrimoniales al considerar
que las mujeres no eran objetos de intercambio y que tenían cierta
personalidad jurídica. Nicolás I insistió en la necesidad de que
ambos cónyuges expresaran su consentimiento.
Graciano
será el responsable de unificar el rito romano y germánico para
construir un modelo matrimonial único. Del mundo romano tomará el
consenso como símbolo de la aceptación de los cónyuges, mientras
que de la tradición longobarda tomará la traditio y la
consumación. Además consideraba que el consenso paterno no era
necesario para formalizar la unión. La Iglesia, aún asumiendo este
principio, tenderá a defender la voluntad de los progenitores en
materia matrimonial. Por su parte las autoridades civiles veían en
esta concesión una amenaza a la política matrimonial, pues permitía
a los cónyuges rechazar a las parejas elegidas por sus familias.
El
consenso se convertirá en el elemento central de las ceremonias
nupciales. A partir del siglo IX se observan los primeros procesos
judiciales para anular un matrimonio por defectos de consentimiento.
La disolución de la unión permitía a los cónyuges contraer un
segundo matrimonio como si el primero nunca hubiera existido. En el
caso femenino, el consentimiento otorgaba a las mujeres un mayor
grado de libertad, sino para elegir esposo al menos para rechazarlo.
La
libertad de los cónyuges provocó la aparición de matrimonios
clandestinos, cuya regulación era tremendamente complicada. En el
siglo XII se generalizó la presencia de los notarios como prueba de
que el matrimonio se había celebrado oficialmente. Aunque en la
práctica bastaba con que los novios expresasen su deseo de contraer
matrimonio para que fuera efectivo de facto. El IV
Concilio de Letrán (1215) intentó reforzar esta premisa. Exigió a
las parejas que anunciaran públicamente su intención de casarse.
Los glosadores insistieron al afirmar que sólo serían válidos
aquellos matrimonios en los que hubiera testigos. Un matrimonio no
reconocido podía ser equiparado al concubinato, lo que implicaba que
descendencia fuera ilegítima. Este tipo de uniones eran más comunes
entre los sectores menos privilegiados. La élite procuró hacer que
sus bodas fueran tan públicas y espléndidas como fuera posible para
ostentar su riqueza y para garantizar que el matrimonio fuera
reconocido. En cualquier caso, los matrimonios que se celebraban sin
contar con la aprobación paterna y en clandestinidad fueron una
minoría durante todo el periodo.
La
concepción del matrimonio como unión de la comunidad perdió
importancia en los siglos XI – XII, la aparición trajo consigo una
modificación de los principios sociales y de la propia concepción
de “familia”. La familia conyugal dio paso a una sociedad basada
en vínculos civiles y jurídicos, una sociedad en la que primaban
las familias agnaticias con un largo recorrido genealógico. En el
siglo XV vemos algunas oposiciones a este modelo. Marco Antonio
Altieri abogará por la recuperación del mito romano y criticará a
sus contemporáneos por sostener el matrimonio sobre la base
económica perdiendo su sentido originario.
El
principal problema que se encuentra al estudiar el matrimonio
medieval es la parcialidad de la documentación. La mayor parte de
los acuerdos matrimoniales conservados pertenecen a miembros de la
aristocracia y la alta burguesía, entre los que la unión
matrimonial tenía una función esencialmente política y económica.
Los matrimonios de los sectores menos privilegiados son menos
conocidos, los datos conservados, aunque parciales, permiten
determinar que existía una mayor libertad porque la alianza política
y económica tenía menos peso dentro de la pareja.
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