jueves, 26 de noviembre de 2015

Enrique VIII y la sucesión al trono

Casi todos nosotros tenemos una imagen predefinida de Enrique VIII, cuando pensamos en él siempre nos viene a la mente el retrato que de él realizó Hans Holbein el Joven a hacia 1539.




Y esta imagen viene acompañada de una serie de lo que podríamos llamar “prejuicios históricos”. De Enrique siempre se afirma que era un borracho, un glotón y que sentía debilidad por levantar faldas a lo largo y ancho del reino. Sin embargo, estas mismas características las cumplen sin demasiados problemas la mayor parte de los reyes europeos de la época, baste destacar únicamente a Francisco I o el hecho de que Carlos V tuvo, al menos, 5 hijos bastardos.

La dinastía Tudor ha sido y es una de las mayores atracciones de la historiografía británica, pero también del cine y la televisión contemporánea. Tenemos numerosas películas, series y documentales que atañen de manera más o menos directa a los miembros de esta familia, destacando especialmente a Enrique VIII y a su hija, Isabel I. Considerados dos de los monarcas más gloriosos de la historia de Inglaterra pero también marcados por el escándalo, el morbo y la leyenda negra.

La fama “indeseada” de Enrique VIII le viene dada, obviamente, por sus seis matrimonios, que parecen favorecer esa imagen de monarca hedonista y vividor, un cuadro casi grotesco el que prima el morbo por encima de la realidad. Es cierto que Enrique VIII tuvo seis esposas, pero Felipe II en 
España tuvo cuatro y nadie se escandaliza al pensar en él.

Pero, ¿qué es lo que motiva tal insistencia en el matrimonio? Algo bastante simple pero de una importancia capital. Enrique VIII estaba desesperado por engendrar un heredero varón legítimo. Y aunque actualmente pueda parecer un asunto menor, su obsesión estaba plenamente justificada y se entiende muy fácilmente, como señalaba uno de mis profesores en la universidad, la principal función de un príncipe o monarca es “embestir, eso sí, siempre a favor de natura”. En otras palabras, procrear y garantizar la pervivencia de la dinastía. Por lo tanto, no es de extrañar que Enrique VIII estuviera tan preocupado por la falta de un heredero tras casi 30 años de reinado.

Muchos ahora mismo afirmarán que dado que en Inglaterra no se contemplaba la Ley Sálica, María Tudor, nacida en 1516, era heredera suficiente para el trono inglés. Bien, lamento decepcionar a aquellos que piensen así, pero lo cierto es que una sucesión femenina en el trono en esta época era una cuestión especialmente compleja. Para empezar la descendencia posterior ya no pertenecería al linaje regio, si no a la familia su esposo. Es decir, se produciría un cambio de dinastía. Por otra parte, en el caso concreto de Inglaterra, si bien es cierto que no existía una prohibición explícita hacia la sucesión femenina, la única mujer que había tratado de ostentar la corona había sido Matilde de Inglaterra en 1141, el resultado fue una guerra civil y su deposición. El trono fue a parar a su primo, Esteban, que logró imponer su dominio sobre Inglaterra a pesar de que sus derechos sucesorios eran menores. Se prefirió un monarca varón con menores derechos al reinado de una mujer, una mujer que ya era emperatriz por matrimonio.

Aunque pueda parecernos injusto la preferencia del varón en el trono era lo más lógico por varias razones. En primer lugar, no podemos olvidar que nos encontramos ante una sociedad eminentemente agnaticia, es decir, una sociedad que privilegia la rama paterna de la familia frente a la materna. En segundo lugar, salvo notorias excepciones, las mujeres no estaban instruidas en el arte de la guerra, es decir, se sobreentendía que no tenían la capacidad y la autoridad necesarias para dirigir un ejército, función primordial para los monarcas.

Ni que decir tiene que en este periodo las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres por su propia naturaleza y, aunque tuvieran derechos hereditarios, siempre era preferible contar con un heredero varón. En muchas ocasiones mujeres que accedieron al trono con plenos derechos fueron sometidas a una fuerte tutela por parte de la nobleza o de sus esposos, lo que les impidió ejercer su poder de forma efectiva. No resulta tan difícil entender que en un periodo de fortalecimiento del poder monárquico en todo el contexto Europeo, con reyes como Francisco I y Carlos I como vecinos, Enrique VIII estuviera tan interesado en perpetuar su linaje.

Pero además debemos recordar que la situación de la monarquía inglesa era cuando menos inestable. 
La dinastía Tudor se había asentado en el trono tras una larga y cruenta guerra civil, la Guerra de las Dos Rosas, un enfrentamiento que llevó a la completa aniquilación a las dos familias con mayores derechos en el trono, los Lancaster y los York, y que condujo al poder a Enrique VII, un personaje que en circunstancias normales no habría tenido derechos sucesorios. Enrique VII, padre de Enrique VIII, fue elegido para ocupar el trono porque se le consideró una solución intermedia, puesto que era fruto de la unión de miembros de ambas familias, Isabel de York y Edmundo Tudor, perteneciente a la rama de los Lancaster.

Al llegar al trono Enrique VIII la situación era cuando menos preocupante y como rey su deber era fortalecer a su dinastía. Unas obligaciones que tras más de dos décadas de matrimonio con Catalina de Aragón no estaba logrando cumplir. No es de extrañar que sintiera la necesidad de buscar una nueva mujer que pudiera garantizarle la descendencia, especialmente cuando ya tenía al menos dos hijos naturales varones, fruto de su relación con sus amantes. Además Enrique no fue el primer monarca en solicitar la anulación de su matrimonio a la Santa Sede por motivos de descendencia. Sin ir más lejos, Luis VII de Francia alegó como causa para disolver su matrimonio con Leonor de Aquitania que esta no había sido capaz de proporcionarle un heredero varón. Curiosamente, Leonor de Aquitania fue capaz de darle, no uno si no cinco hijos varones a su segundo esposo, Enrique II de Plantagenet, rey de Inglaterra. Entre su descendencia encontramos dos de los personajes más conocidos de la historia de Inglaterra, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.

Si analizamos de manera lo más objetiva posible los matrimonios de Enrique VIII nos daremos cuenta de que su política matrimonial no es tan inconcebible y que su principal preocupación era garantizar la sucesión. Catalina de Aragón había sido incapaz de darle un hijo varón en más de 20 años de matrimonio y cuando Enrique planteó la disolución del matrimonio era ya una mujer madura que difícilmente podría haber cumplido con su obligación regia. Por su parte el escándalo persiguió a Ana Bolena durante sus “mil días” de reinado, de nuevo incapaz de cumplir las expectativas de Enrique al darle una hija en lugar del deseado en heredero, su intervención cada vez más insistente en asuntos políticos, su defensa de la reforma protestante y el rechazo de la corte, puesto que varios eran partidarios de la nieta de los Reyes Católicos y con un comportamiento cuando menos licencioso, la propia Ana Bolena se forjó su propio destino.

Jane Seymour fue la única capaz de darle al rey lo que tanto anhelaba, el nacimiento de Eduardo VI la convirtió en la favorita del monarca. Mucho se ha especulado sobre si Enrique VIII llegó a sentir verdadero amor por Jane Seymour, frente a la evidente, aunque efímera, atracción que sintió por Ana Bolena. Por su parte, el cuarto matrimonio de Enrique se produjo para sellar una alianza política, pero el propio rey era reacio a dicha unión y apenas seis meses más tarde, sin haber llegado a consumarse el matrimonio fue disuelto. Aunque en esta época la Iglesia Anglicana era ya una realidad, lo cierto es que la Iglesia Católica también habría admitido la nulidad del matrimonio por esta causa.  Por su parte, el quinto matrimonio de Enrique acabó en ejecución, pero en contra de los deseos del monarca. 

En este caso, las relaciones extraconyugales de la joven Catalina Howard fueron las causantes de su muerte. En un primer momento Enrique pretendía divorciarse de ella, sin embargo, los rumores y las acusaciones eran demasiado públicas y notorias como para que el rey pudiera pasarlas por alto. No podemos olvidar que el adulterio de la reina era considerado delito de alta traición. Para 1543 cuando Enrique contrajo su último matrimonio con Catalina Parr el rey ya estaba gravemente enfermo y murió años antes que su esposa.  

Lo más paradigmático y casi irónico del problema sucesorio de Enrique VIII es que a la muerte de su hijo y sucesor, Eduardo VI, aún en la infancia, se sucedieron de manera consecutiva en el trono de Inglaterra tres mujeres: Jane Grey, María Tudor e Isabel Tudor.

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5 comentarios:

  1. Qué irónico, parece que el destino le dio una gran lección a la corona inglesa tras la terquedad e injusticias de Enrique VIII. Apasionante historia Andrea.

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    1. Me alegro de que te haya gustado. Creo que, en general, juzgamos a Enrique VIII en función del morbo más que de la realidad histórica. En realidad no actuó de manera distinta a como lo habrían hecho sus contemporáneos, aunque si tuvo peor fortuna. Pero al final lo que queda en el imaginario colectivo es lo anecdótico o lo morboso. En esencia Enrique VIII fue un buen monarca, independientemente de su número de esposas, y tuvo que afrontar el gobierno de un reino en una situación muy compleja y tras una larga y dura guerra civil que había dividido por completo Inglaterra. Espero que mi artículo ayude a entender un poco mejor sus motivaciones y a juzgarle con más historicidad y menos leyenda.

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  2. Creo que has conseguido aquí hacer algo bastante difícil: derribar mitos morbosos como el que persigue a Enrique VIII, y que esa labor se materialice en un trabajo sintético y ameno. Es exactamente lo que yo intento hacer cada vez que divulgo Bizancio, y creo que es una labor necesaria en la que no muchos académicos deciden meterse por prejuicios varios; así que ya sabes que tienes toda mi simpatía y aprecio. =)

    Leyendo el texto se me han ocurrido toda una serie de preguntas pseudo-relativistas de postmoderno hipster pesado, todas ellas fomentadas desde mi perspectiva de griego cismático, que me hace ver algunas cosas que los "latinos" dan por sentado, como de algo que no tiene por qué serlo. Por ejemplo, el hecho de que el monarca tenga que liderar a sus ejércitos no está tan claro en la época que manejo yo (incluso llega a desaconsejarse), pero a partir del siglo XI en Bizancio no se tiene ninguna duda de que, si eres un monarca perfecto, tienes que saber echar a los enemigos a guantadas. Por eso, creo que cosas que se me han ocurrido como estas tampoco vienen al caso: en la Inglaterra de principios del siglo XVI seguro que ni se dudaba de que un rey tenía que saber comandar al ejército, e incluso ser él mismo un guerrero excepcional.

    Por si te interesa, hay un caso parecido con el problema de la sucesión en Bizancio (rara cosa que hable yo del mundo bizantino, lo sé). Se trata de León VI "el Sabio", que reinó a principios del siglo X, que tampoco tenía una situación en el trono demasíado estable, y que se casó cuatro veces para conseguir tener un descendiente varón para el trono. Él mismo había promulgado una ley que prohibía un tercer matrimonio, y se armó la de Dios es Cristo y el patriarca le cerró la puerta de la iglesia de Santa Sofía en las narices; su hijo, por cierto, pareció tener una napia bien gorda lo que, según mi lectura interesada del Lamarckismo, pudo llegar a sus genes a raíz del portazo del patriarca.

    En fin, la historia de León VI me ha recordado a lo que has escrito sobre Enrique VIII, y estaré encantado de pasarte algún librillo o algo sobre el tema si de repente te da por leer historias sobre cismáticos... Por lo demás, un abrazo y felicidades por el artículo =)

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    1. Muchas gracias Fran, tu reconocimiento me abruma ;). Ya sabes que siempre estoy dispuesta y disponible para todo lo que huela a historia comparativa así que estaré encantada de oir algo más sobre el señor León VI... Cómo le gusta al mundo escribir "el sabio" detrás de un nombre...

      Por lo demás, realmente desde su isla perdida de la mano de Dios Enrique tuvo pocas oportunidades de comandar a su ejército, es más, casi hizo más como militar Catalina de Aragón que su esposo. Para el mundo occidental la importancia de gobernar los ejércitos, creo, tiene más que ver con la herencia germánica que con la romana. Al fin y al cabo, si eres un normando, un franco, un visigodo o un astur, necesitas a nivel vital saber comandar los ejércitos para que se te pueda tener en cuenta como líder. Tengo la sensación de que cuando empieza a centralizarse el poder monárquico los propios reyes quieren esa "legitimidad victoriosa" para sí mismos, al fin y al cabo a quien no le gusta ser el prota de su propia batallita. Y es una dinámica que aparece con las cruzadas (Ricardo Corazón de León, Felipe Augusto, Federico Barbarroja) y que es ya muy clara en el siglo XIII y XIV a nivel "nacional" (Fernando III, Jaime I, Alfonso XI, el Príncipe Negro, etc). Los monarcas del siglo XVI no podían ser menos y más cuando tu reino se tambalea, cualquier fuente de legitimidad es deseable.

      En fin, espero haber planteado más pajas mentales en tu cabeza y que vengas a comentarlas cuando quieras. ;)

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  3. A Enrique VIII más que por la cantidad de mujeres que tuvo, por bebedor o jugador de dados empedernido, debe su fama a su afición a cortar cabezas .

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