Nacido y propagado en sus inicios
como una corriente divergente del judaísmo, a su vez ajena en principio al
mundo religioso greco-romano. La consolidación del cristianismo como religión
debió darse de forma definitiva a mediados del siglo II d.C., en parte gracias
a sus contactos con la civilización griega, de la que tomo numerosos prestamos
tanto éticos, como ideológicos. Sin embargo su identidad espiritual no vería su
pleno desarrollo hasta que no sufrió en fuerza religiosa del mundo romano, y de
esta manera constituirse como fuerza protectora de la sociedad y el imperio. En
Hispania, las transformaciones que se producen implican un cambio de mentalidad
que afecta al ambiente religioso. La introducción del cristianismo no solo
chocó con unas estructuras ideológicas romanas, sino que además debió hacer
frente a un pensamiento religioso tradicional de corte céltico.