viernes, 29 de enero de 2016

El Cisma de Occidente (I)

El Cisma de Occidente fue un conflicto generado ante la elección casi simultánea de dos papas, cuya investidura dividiría la lealtad espiritual de los reinos cristianos entre ambos desde 1378 hasta 1417.

¿Cómo se llegó a esta situación? En 1309, a causa de la convulsa situación política italiana y de las presiones de la monarquía francesa sobre Clemente V, los papas habían asentado su residencia en Aviñón, en el sur de Francia. Tras setenta años de estancia en la ciudad francesa, la sede papal había finalmente retornado a Roma en 1377 por voluntad del séptimo pontífice aviñonés. Sin embargo Gregorio XI, el pontífice que había orquestado dicho retorno, moriría  menos de 15 meses después, en marzo de 1378, por lo que la situación de la Iglesia aparecía insegura. Tras su fallecimiento se produciría una conflictiva sucesión.


Por un lado, el Sacro Colegio se hallaba dividido en facciones, cada una con sus propios candidatos e intereses. Por otro, tras la larga estancia de la Iglesia en Aviñón, los habitantes de Roma exigían, tanto por razones ideológicas como por el beneficio económico que les reportaría, la coronación de un papa romano o al menos italiano; esta presión se manifestaba de distintas maneras, tanto oficiales como personales. En su forma más extrema, las exigencias del pueblo romano habían llegado hasta la invasión de la planta baja del palacio en que transcurría el cónclave. En la elección que se produjo el día siguiente a dicha invasión, el escogido para ocupar el trono papal fue Bartolomé Prignano, obispo de Bari, que no era cardenal. Napolitano con una larga carrera desarrollada en Aviñón y costumbres irreprochables, parecía la elección idónea para cerrar el conflicto, y en la fiesta de Pascua de 1378 fue coronado como Urbano VI.

El agrio carácter y la intransigencia del nuevo pontífice, sin embargo, no tardaron en provocar una ruptura con sus cardenales. Aprovechando el verano, estos abandonaron Roma para reunirse en Fondi, desde donde solicitaron al Papa que depusiera el poder, alegando habérselo entregado sólo bajo la presión de las masas romanas; esto, sostenían, era una circunstancia que invalidaba la elección. Ante la negativa de Urbano VI a renunciar a la tiara, los cardenales escogieron un nuevo pontífice, Roberto de Ginebra (pariente del rey de Francia), que tomó el nombre de Clemente VII el 20 de septiembre de 1378. Tras tratar de rendir por las armas a Urbano VI y ser derrotado, Clemente VII asentó su corte en Aviñón en junio de 1379.

Por tanto, la Iglesia pasó así a contar con dos cabezas y dos capitales, y ambas partes del conflicto se lanzaron a una intensa batalla diplomática para lograr la lealtad de distintos reinos, que escogieron bando por razones tanto políticas como teológicas. Francia se declaró prontamente clementista, y a este reino siguió Escocia, su aliada en la lucha contra Inglaterra; más tarde se les uniría Castilla, que al principio se había declarado neutral. Por el contrario, Inglaterra se posicionó a favor de Urbano VI, y otro tanto hicieron Flandes, Hungría, Polonia y los reinos escandinavos. En cuanto a Portugal y Nápoles, cambiaron de bando en diversas ocasiones, mientras que el emperador, aunque urbanista, no pudo controlar la lealtad de los distintos príncipes bajo su mando. Por último, la Corona de Aragón se declaró durante los primeros años del conflicto como “indiferente”, para decantarse después por el bando aviñonés.

En 1389 Urbano VI moría, siendo escogido en su lugar Bonifacio IX. Este cambio, sin embargo, no supuso variaciones en la política de los papas de Roma, mientras que por contrario al morir Clemente VII en 1394 se produciría un cambio trascendental para los intereses de la corte de Aviñón. Al ser escogido como nuevo pontífice el aragonés Pedro de Luna, al frente de la sede papal de Aviñón había por vez primera un papa no francés. Ante este cambio, la corte de París reevaluaría su política de apoyo al papado aviñonés, insegura de si podría atar al nuevo papa a sus intereses como había hecho con los anteriores. Esta situación, además, venía complicada por los problemas que generaba en Francia la creciente locura de su rey Carlos VI, patente desde 1392, y que produjo una intensa lucha por el poder entre las familias más poderosas del reino. Así, los enfrentamientos internos dejarían a Francia tan debilitada y dividida que la monarquía francesa no tendría ni la capacidad ni la voluntad política de continuar apoyando activamente al papa de Aviñón.

La cristiandad llevaba ya más de una década dividida, generándose todo tipo de problemas de índole tanto política como espiritual, y el conflicto, lejos de remediarse, parecía que iba a enquistarse con la proclamación de los nuevos pontífices por parte de ambos bandos.  Reyes, cardenales, eruditos y los propios papas comenzaron a considerar la situación insostenible. Había llegado el momento de buscar soluciones, que analizaremos en la próxima entrada.

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