El
Cisma de Occidente fue un conflicto generado ante la elección casi simultánea
de dos papas, cuya investidura dividiría la lealtad espiritual de los reinos
cristianos entre ambos desde 1378 hasta 1417.
¿Cómo
se llegó a esta situación? En 1309, a causa de la convulsa situación política
italiana y de las presiones de la monarquía francesa sobre Clemente V, los
papas habían asentado su residencia en Aviñón, en el sur de Francia. Tras
setenta años de estancia en la ciudad francesa, la sede papal había finalmente
retornado a Roma en 1377 por voluntad del séptimo pontífice aviñonés. Sin
embargo Gregorio XI, el pontífice que había orquestado dicho retorno, moriría menos de 15 meses después, en marzo de 1378,
por lo que la situación de la Iglesia aparecía insegura. Tras su fallecimiento
se produciría una conflictiva sucesión.
Por
un lado, el Sacro Colegio se hallaba dividido en facciones, cada una con sus
propios candidatos e intereses. Por otro, tras la larga estancia de la Iglesia
en Aviñón, los habitantes de Roma exigían, tanto por razones ideológicas como
por el beneficio económico que les reportaría, la coronación de un papa romano
o al menos italiano; esta presión se manifestaba de distintas maneras, tanto
oficiales como personales. En su forma más extrema, las exigencias del pueblo
romano habían llegado hasta la invasión de la planta baja del palacio en que
transcurría el cónclave. En la elección que se produjo el día siguiente a dicha
invasión, el escogido para ocupar el trono papal fue Bartolomé Prignano, obispo
de Bari, que no era cardenal. Napolitano con una larga carrera desarrollada en
Aviñón y costumbres irreprochables, parecía la elección idónea para cerrar el
conflicto, y en la fiesta de Pascua de 1378 fue coronado como Urbano VI.
El
agrio carácter y la intransigencia del nuevo pontífice, sin embargo, no
tardaron en provocar una ruptura con sus cardenales. Aprovechando el verano,
estos abandonaron Roma para reunirse en Fondi, desde donde solicitaron al Papa
que depusiera el poder, alegando habérselo entregado sólo bajo la presión de las
masas romanas; esto, sostenían, era una circunstancia que invalidaba la
elección. Ante la negativa de Urbano VI a renunciar a la tiara, los cardenales
escogieron un nuevo pontífice, Roberto de Ginebra (pariente del rey de
Francia), que tomó el nombre de Clemente VII el 20 de septiembre de 1378. Tras
tratar de rendir por las armas a Urbano VI y ser derrotado, Clemente VII asentó
su corte en Aviñón en junio de 1379.
Por
tanto, la Iglesia pasó así a contar con dos cabezas y dos capitales, y ambas
partes del conflicto se lanzaron a una intensa batalla diplomática para lograr
la lealtad de distintos reinos, que escogieron bando por razones tanto
políticas como teológicas. Francia se declaró prontamente clementista, y a este
reino siguió Escocia, su aliada en la lucha contra Inglaterra; más tarde se les
uniría Castilla, que al principio se había declarado neutral. Por el contrario,
Inglaterra se posicionó a favor de Urbano VI, y otro tanto hicieron Flandes,
Hungría, Polonia y los reinos escandinavos. En cuanto a Portugal y Nápoles,
cambiaron de bando en diversas ocasiones, mientras que el emperador, aunque
urbanista, no pudo controlar la lealtad de los distintos príncipes bajo su mando.
Por último, la Corona de Aragón se declaró durante los primeros años del
conflicto como “indiferente”, para decantarse después por el bando aviñonés.
En
1389 Urbano VI moría, siendo escogido en su lugar Bonifacio IX. Este cambio,
sin embargo, no supuso variaciones en la política de los papas de Roma,
mientras que por contrario al morir Clemente VII en 1394 se produciría un
cambio trascendental para los intereses de la corte de Aviñón. Al ser escogido como
nuevo pontífice el aragonés Pedro de Luna, al frente de la sede papal de Aviñón
había por vez primera un papa no francés. Ante este cambio, la corte de París
reevaluaría su política de apoyo al papado aviñonés, insegura de si podría atar
al nuevo papa a sus intereses como había hecho con los anteriores. Esta
situación, además, venía complicada por los problemas que generaba en Francia
la creciente locura de su rey Carlos VI, patente desde 1392, y que produjo una
intensa lucha por el poder entre las familias más poderosas del reino. Así, los
enfrentamientos internos dejarían a Francia tan debilitada y dividida que la
monarquía francesa no tendría ni la capacidad ni la voluntad política de
continuar apoyando activamente al papa de Aviñón.
La
cristiandad llevaba ya más de una década dividida, generándose todo tipo de
problemas de índole tanto política como espiritual, y el conflicto, lejos de
remediarse, parecía que iba a enquistarse con la proclamación de los nuevos
pontífices por parte de ambos bandos.
Reyes, cardenales, eruditos y los propios papas comenzaron a considerar
la situación insostenible. Había llegado el momento de buscar soluciones, que
analizaremos en la próxima entrada.
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gracias por la informacion
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