“¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuando dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la revolución?” Olympe de Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana.
Mañana, día 8 de marzo, se celebra
el Día Internacional de la Mujer que conmemora la lucha femenina por
su participación en la vida pública y por obtener el mismo
reconocimiento y derechos que los hombres. Por este motivo, mi
compañera, Marta Baleriola, y yo hemos decidido dedicar este mes a
las revolucionarias francesas, mujeres que de una u otra forma
rompieron las barreras de género y se alzaron en la lucha política,
hasta entonces protagonizada por hombres.
La mayoría de las revolucionarias francesas no
estaban preocupadas por defender los derechos femeninos como tal,
sino que fueron instrumentos de una lucha masculina. Sin embargo,
algunas de ellas, tanto en Francia como en otros países europeos,
rompieron esa barrera y dieron los primeros pasos hacia la lucha
feminista. Una lucha que sigue vigente en nuestra sociedad, una
sociedad marcada por la violencia de género, la desigualdad salarial
y el machismo estructural. Una lucha que no terminará hasta que la
igualdad entre hombres y mujeres sea real en todo el planeta.
Antes de precisar la actividad que
llevaron a cabo estas mujeres revolucionarias, tarea que realizará
mi compañera con maestría, es necesario diferenciar su posición de
la de otras mujeres a lo largo de la historia. Distinguir entre una
lucha propiamente femenina y centrada en la desigualdad de género,
de una posición de relevancia dentro de su propia sociedad. A lo
largo de la historia muchas mujeres han ocupado posiciones de fuerza,
influencia y poder, pero hasta la Revolución Francesa ninguna lo
hizo “como mujer”, es decir, no existía una conciencia de género
que identificara su lucha. Su posición, su influencia y su poder se
debían a su linaje, el azar o la coyuntura del momento. No se
desarrollaron políticas o reivindicaciones puramente femeninas hasta
el siglo XVIII, hasta que un grupo de mujeres decidió que era el
momento de que el lema por excelencia de la Revolución “Liberté,
egalité, fraternité” luchara
realmente por la igualdad entre todos los miembros de la sociedad
francesa y que la libertad y la fratenernidad no fueran únicamente
un asunto masculino.
Las mujeres siempre habían sido
sujetos de segunda clase en el desarrollo histórico, no eran
consideradas sujetos políticos y su influencia quedaba recluidas en
el ámbito privado. Su rol dentro de la sociedad era distinto al que
concebimos actualmente y, por lo tanto, su posición resulta difícil
de definir. La mayoría de estas mujeres vio como su vida era
manejada por los hombres, un hombre elegía cómo vivía, con quién
se casaba, qué heredaba y cómo debía administrarlo, los hombres
incluso controlaban su persona jurídica, su representación social y
su patria potestad. Las mujeres no eran sujetos independientes y
legalmente responsables a una determinada edad, al contrario quedaban
bajo el poder de sus padres, maridos, esposos o hijos durante toda su
vida. Tan sólo las viudas gozaban de mayor libertad jurídica y
social. Y aunque a muchos nos parezca un comportamiento del pasado
remoto, este tipo de situaciones se vivieron en nuestro país hasta
el fin de la dictadura franquista y continua siendo una realidad en buena parte del mundo. Pero a pesar de sus limitaciones
muchas mujeres ejercieron gran influencia sobre sus esposos, muchas
organizaron y administraron grandes patrimonios familiares por cuenta
propia y muchas fueron capaces de convertirse en referentes
comunitarios. Sin embargo, su posición social estaba fuertemente
limitada por su género, una mujer tenía dos misiones en la vida,
tener hijos y cuidar de su familia. Ese era su papel dentro de la
sociedad, su principal función, independientemente de sus
capacidades, de su inteligencia o de su carisma, estaban supeditadas
a ocupar aquellas posiciones que los hombres les permitían.
Pero hablemos de las mujeres
poderosas, de aquellas que ejercían poder e influencia, de las que
fueron sujetos públicos y reconocidos. Me refiero a las reinas,
mujeres cuya posición les permitió un acceso pleno al poder y al
gobierno de los diferentes reinos europeos. Mujeres cuya
trascendencia supera las barreras de lo femenino y para entrar en el
espacio de lo histórico. Han sido hasta fechas muy recientes las
únicas mujeres que ocupaban páginas en los libros de historia, que
resultaban lo suficientemente interesantes como para centrarse en
ellas. Hasta la aparición de la historiografía de género la mitad
de la población mundial fue ignorada completamente por la historia y
relegada al mundo del costumbrismo y la vida privada.
Pero ni siquiera el poder de las
reinas puede considerarse un poder femenino, no dependía de su
género, sino de su posición, de su linaje, de su suerte. Todos los
reinos europeos limitaron en mayor o menor medida el acceso de las
mujeres al poder. Algunos como Francia restringieron totalmente sus
posibilidades mediante la Ley Sálica. Otros como Aragón permitieron
la transmisión de derechos, pero no el ejercicio directo del poder.
Mientras que algunos como, Inglaterra, Castilla o Escocia,
permitieron que las mujeres accedieran al trono siempre que no
hubiera una alternativa masculina legítima. Así llegaron al poder
mujeres como Isabel I de Inglaterra, Isabel La Católica o María
Estuardo. Todas fueron representantes icónicas de su época y del
ejercicio del poder monárquico. Sin embargo, también fueron en
cierta medida “asexuadas” por sus contemporáneos, en el sentido
de que la figura del monarca era inamovible y sagrada,
independientemente de que el trono lo ocupara una mujer o un hombre. Las reinas se veían obligadas a renegar de su feminidad, a olvidar que eran mujeres, a actuar como hombres por el bien del reino. En el antiguo Egipto las faraonas tomaban los atributos masculinos como símbolo de su poder. Por su parte Isabel I llego a decir: "Sé que soy dueña de un débil y frágil cuerpo de mujer, pero tengo el corazón y el estomago de un rey, más aún, de un rey de Inglaterra.
Por este motivo, cuando hablamos de la lucha por el poder y la
representatividad de las mujeres no podemos incluir a las reinas en
esta categoría, puesto que su poder no venía determinado por su
género, al contrario, aquellas que accedieron al poder de manera
directa fueron sometidas a fuertes críticas y rechazo por ser
mujeres. Mientras que para aquellas que ocuparon el trono como
esposas y madres de reyes su función se limitó a lo meramente
reproductivo. Baste mencionar los problemas que tuvo Catalina de
Aragón, primera esposa de Enrique VIII, por ser incapaz de cumplir con su sagrado cometido, una mujer
instruida, letrada, hija de una de las mayores reinas de la historia
que, sin embargo, acabó sus días sola, recluida en el castillo de
Kimbolton.
Siempre han existido mujeres
letradas, minoritarias pero presentes, cuya producción literaria ha
trascendido el paso del tiempo, mujeres como Anna Comneno, Douda o
Safo de Lesbos. Mujeres que lideraron a todo un ejército como Juana
de Arco. Mujeres influyentes como Clarice Orsini, esposa de Lorenzo
el Magnifico, o Madame de Staël, pero fueron mujeres a la sombra de
grandes hombres. Mujeres cuya opinión se tenía en gran
consideración en el ámbito privado y que inspiraron la acción de
los hombres, pero cuyas pretensiones no se acercaban a la lucha
femenina, sino que se limitaron a utilizar su considerable poder en
beneficio de la causa, pero su papel era secundario, pues la acción
era protagonizada por sus maridos.
Y es a partir de esta revolución
cuando encontramos los primeros ejemplos de mujeres que se
interesaron por su propio género, mujeres que iniciaron la lucha por
los derechos femeninos. Personalidades como Olympe de Gouges, Mary
Wollstonecraft, las mujeres de la Convención de Seneca Falls en
Nueva York, Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista
británico, o Clara Campoamor, principal impulsora del voto femenino
en España. Estas son sólo algunas de las protagonistas del largo
camino hacia la aparición de la lucha feminista.
Olympe de Gouges fue responsable
de la publicación de la Declaración de derechos de la mujer y la
ciudadana, un documento que marcó la creación de una conciencia
de género y de la reivindicación femenina. Junto a ella y en los
mismos años Mary Wollstonecraft, desde la isla vecina, publicaba su
Vindicación de los derechos de la mujer, un texto que ponía
en el que defiende la necesidad de que las mujeres sean instruidas de
la misma manera que los hombres y que reciban los mismos derechos.
Trataré de acercarme a ambos textos la próxima semana en mi segundo
post sobre este tema que estará centrado en el origen de la
literatura feminista.
“Cualesquiera sean los obstáculos que os opongan, podéis superarlos; os basta con desearlo”. Olympe de Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana.Si tienes dudas, críticas o comentarios no dudes en escribirnos.
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