lunes, 7 de marzo de 2016

De las mujeres en el poder a la lucha femenina. primeros pasos para la aparición del feminismo.

“¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuando dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la revolución?” Olympe de Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana.
Mañana, día 8 de marzo, se celebra el Día Internacional de la Mujer que conmemora la lucha femenina por su participación en la vida pública y por obtener el mismo reconocimiento y derechos que los hombres. Por este motivo, mi compañera, Marta Baleriola, y yo hemos decidido dedicar este mes a las revolucionarias francesas, mujeres que de una u otra forma rompieron las barreras de género y se alzaron en la lucha política, hasta entonces protagonizada por hombres.




La mayoría de las revolucionarias francesas no estaban preocupadas por defender los derechos femeninos como tal, sino que fueron instrumentos de una lucha masculina. Sin embargo, algunas de ellas, tanto en Francia como en otros países europeos, rompieron esa barrera y dieron los primeros pasos hacia la lucha feminista. Una lucha que sigue vigente en nuestra sociedad, una sociedad marcada por la violencia de género, la desigualdad salarial y el machismo estructural. Una lucha que no terminará hasta que la igualdad entre hombres y mujeres sea real en todo el planeta.

Antes de precisar la actividad que llevaron a cabo estas mujeres revolucionarias, tarea que realizará mi compañera con maestría, es necesario diferenciar su posición de la de otras mujeres a lo largo de la historia. Distinguir entre una lucha propiamente femenina y centrada en la desigualdad de género, de una posición de relevancia dentro de su propia sociedad. A lo largo de la historia muchas mujeres han ocupado posiciones de fuerza, influencia y poder, pero hasta la Revolución Francesa ninguna lo hizo “como mujer”, es decir, no existía una conciencia de género que identificara su lucha. Su posición, su influencia y su poder se debían a su linaje, el azar o la coyuntura del momento. No se desarrollaron políticas o reivindicaciones puramente femeninas hasta el siglo XVIII, hasta que un grupo de mujeres decidió que era el momento de que el lema por excelencia de la Revolución “Liberté, egalité, fraternité” luchara realmente por la igualdad entre todos los miembros de la sociedad francesa y que la libertad y la fratenernidad no fueran únicamente un asunto masculino.

Las mujeres siempre habían sido sujetos de segunda clase en el desarrollo histórico, no eran consideradas sujetos políticos y su influencia quedaba recluidas en el ámbito privado. Su rol dentro de la sociedad era distinto al que concebimos actualmente y, por lo tanto, su posición resulta difícil de definir. La mayoría de estas mujeres vio como su vida era manejada por los hombres, un hombre elegía cómo vivía, con quién se casaba, qué heredaba y cómo debía administrarlo, los hombres incluso controlaban su persona jurídica, su representación social y su patria potestad. Las mujeres no eran sujetos independientes y legalmente responsables a una determinada edad, al contrario quedaban bajo el poder de sus padres, maridos, esposos o hijos durante toda su vida. Tan sólo las viudas gozaban de mayor libertad jurídica y social. Y aunque a muchos nos parezca un comportamiento del pasado remoto, este tipo de situaciones se vivieron en nuestro país hasta el fin de la dictadura franquista y continua siendo una realidad en buena parte del mundo. Pero a pesar de sus limitaciones muchas mujeres ejercieron gran influencia sobre sus esposos, muchas organizaron y administraron grandes patrimonios familiares por cuenta propia y muchas fueron capaces de convertirse en referentes comunitarios. Sin embargo, su posición social estaba fuertemente limitada por su género, una mujer tenía dos misiones en la vida, tener hijos y cuidar de su familia. Ese era su papel dentro de la sociedad, su principal función, independientemente de sus capacidades, de su inteligencia o de su carisma, estaban supeditadas a ocupar aquellas posiciones que los hombres les permitían.

Pero hablemos de las mujeres poderosas, de aquellas que ejercían poder e influencia, de las que fueron sujetos públicos y reconocidos. Me refiero a las reinas, mujeres cuya posición les permitió un acceso pleno al poder y al gobierno de los diferentes reinos europeos. Mujeres cuya trascendencia supera las barreras de lo femenino y para entrar en el espacio de lo histórico. Han sido hasta fechas muy recientes las únicas mujeres que ocupaban páginas en los libros de historia, que resultaban lo suficientemente interesantes como para centrarse en ellas. Hasta la aparición de la historiografía de género la mitad de la población mundial fue ignorada completamente por la historia y relegada al mundo del costumbrismo y la vida privada.

Pero ni siquiera el poder de las reinas puede considerarse un poder femenino, no dependía de su género, sino de su posición, de su linaje, de su suerte. Todos los reinos europeos limitaron en mayor o menor medida el acceso de las mujeres al poder. Algunos como Francia restringieron totalmente sus posibilidades mediante la Ley Sálica. Otros como Aragón permitieron la transmisión de derechos, pero no el ejercicio directo del poder. Mientras que algunos como, Inglaterra, Castilla o Escocia, permitieron que las mujeres accedieran al trono siempre que no hubiera una alternativa masculina legítima. Así llegaron al poder mujeres como Isabel I de Inglaterra, Isabel La Católica o María Estuardo. Todas fueron representantes icónicas de su época y del ejercicio del poder monárquico. Sin embargo, también fueron en cierta medida “asexuadas” por sus contemporáneos, en el sentido de que la figura del monarca era inamovible y sagrada, independientemente de que el trono lo ocupara una mujer o un hombre. Las reinas se veían obligadas a renegar de su feminidad, a olvidar que eran mujeres, a actuar como hombres por el bien del reino. En el antiguo Egipto las faraonas tomaban los atributos masculinos como símbolo de su poder. Por su parte Isabel I llego a decir: "Sé que soy dueña de un débil y frágil cuerpo de mujer, pero tengo el corazón y el estomago de un rey, más aún, de un rey de Inglaterra. 

Por este motivo, cuando hablamos de la lucha por el poder y la representatividad de las mujeres no podemos incluir a las reinas en esta categoría, puesto que su poder no venía determinado por su género, al contrario, aquellas que accedieron al poder de manera directa fueron sometidas a fuertes críticas y rechazo por ser mujeres. Mientras que para aquellas que ocuparon el trono como esposas y madres de reyes su función se limitó a lo meramente reproductivo. Baste mencionar los problemas que tuvo Catalina de Aragón, primera esposa de Enrique VIII, por ser incapaz de cumplir con su sagrado cometido, una mujer instruida, letrada, hija de una de las mayores reinas de la historia que, sin embargo, acabó sus días sola, recluida en el castillo de Kimbolton.

Siempre han existido mujeres letradas, minoritarias pero presentes, cuya producción literaria ha trascendido el paso del tiempo, mujeres como Anna Comneno, Douda o Safo de Lesbos. Mujeres que lideraron a todo un ejército como Juana de Arco. Mujeres influyentes como Clarice Orsini, esposa de Lorenzo el Magnifico, o Madame de Staël, pero fueron mujeres a la sombra de grandes hombres. Mujeres cuya opinión se tenía en gran consideración en el ámbito privado y que inspiraron la acción de los hombres, pero cuyas pretensiones no se acercaban a la lucha femenina, sino que se limitaron a utilizar su considerable poder en beneficio de la causa, pero su papel era secundario, pues la acción era protagonizada por sus maridos.

Y es a partir de esta revolución cuando encontramos los primeros ejemplos de mujeres que se interesaron por su propio género, mujeres que iniciaron la lucha por los derechos femeninos. Personalidades como Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, las mujeres de la Convención de Seneca Falls en Nueva York, Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista británico, o Clara Campoamor, principal impulsora del voto femenino en España. Estas son sólo algunas de las protagonistas del largo camino hacia la aparición de la lucha feminista.

Olympe de Gouges fue responsable de la publicación de la Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana, un documento que marcó la creación de una conciencia de género y de la reivindicación femenina. Junto a ella y en los mismos años Mary Wollstonecraft, desde la isla vecina, publicaba su Vindicación de los derechos de la mujer, un texto que ponía en el que defiende la necesidad de que las mujeres sean instruidas de la misma manera que los hombres y que reciban los mismos derechos. Trataré de acercarme a ambos textos la próxima semana en mi segundo post sobre este tema que estará centrado en el origen de la literatura feminista.

“Cualesquiera sean los obstáculos que os opongan, podéis superarlos; os basta con desearlo”. Olympe de Gouges, Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana.
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