“Oh,
mi pobre sexo”, escribió Olympe de Gouges un año antes de morir. “Oh, mujeres
que nada ganaron con la Revolución”. ¿Qué quedó, finalmente, de la lucha de las
mujeres durante la Revolución Francesa?
Cuando
Charlotte Corday asesinó a Marat en un intento de impedir que continuara
exigiendo la destrucción de los girondinos, en realidad lo que logró,
paradójicamente, fue condenar sin remedio a su causa; convirtió a Marat en un
mártir y movilizó la opinión pública contra los girondinos, que pasaron a verse
como contrarrevolucionarios. Buena parte de los grupos de mujeres lloraron la
muerte del llamado Amigo del Pueblo y juraron educar a sus hijos en su culto.
Los enragés, más extremados aún que
los jacobinos, comenzaron a movilizarse pidiendo venganza, liderados por
Théophile Leclerc (autodesignado Amigo del Pueblo tras la muerte de Marat), que
tenía contactos tanto con Claire Lacombe como con Pauline Léon (con la que más
tarde, de hecho, contraería matrimonio). Sin embargo, por extraño que resulte,
al final girondinos y enragés
terminarían por correr una suerte similar.
Como
Théroigne, Claire Lacombe había reclamado el derecho a portar armas para las
mujeres, y sus intervenciones eran frecuentes en el Club de los Jacobinos y la
Asamblea Nacional. Las mujeres de su grupo reclamaron que la nueva Constitución
de 1793, que legalizaba el sufragio universal masculino, incluyera también el
femenino. Aunque la reclamación no fue aprobada (en realidad no esperaban
tampoco que lo fuera), lo cierto era que era que las républicaines-revolutionaires eran aceptadas en los consejos y
secciones parisienses, ya que constituían un poder con el cual había que contar
en las calles. Sin embargo, conforme el gobierno jacobino al que ellas daban su
apoyo se afianzaba, afinaba también sus mecanismos de control sobre la
población, y eso traería consigo el final de los clubes femeninos.
Pero
al mismo tiempo les había de llegar su hora a tres mujeres que habían destacado
durante la revolución. Olympe de Gouges fue detenida a finales de verano; su
exigencia de un referéndum que dirimiera la cuestión de su Francia debía ser
una monarquía o una república (federal o indivisible) resultó muy impopular.
Durante los tres meses que duró su cautiverio continuó escribiendo contra el gobierno
con una determinación que bordeaba con el suicidio, y finalmente subió al
cadalso el 3 de noviembre. Cinco días después sería también guillotinada Madame
Roland, que tras haber afrontado la cárcel con serenidad ejemplar, según los
testimonios de otros presos, ascendió al patíbulo con la mayor dignidad. Sus
últimas palabras fueron: “Libertad, cuántos crímenes se comenten en tu nombre”.
Poco
antes, el 16 de octubre, las había precedido María Antonieta. Durante los meses
que siguieron a la muerte de Luis XVI, la que ahora era conocido como Viuda
Capeto había contado con la simpatía de grupos monárquicos que trataron de
organizar su fuga de prisión, pero ninguno de ellos tuvo éxito. La mayoría de
la opinión pública, sin embargo, la detestaba, aunque qué hacer exactamente era
objeto de discusión: intercambiarla por prisioneros de guerra franceses,
solicitar un rescate al Sacro Imperio, exiliarla o ejecutarla eran las opciones
principales. Finalmente, el 14 de agosto de 1793 compareció ante un tribunal. Si
el juicio del rey se había procurado que cumpliera con los requerimientos
legales necesarios, en éste no fueron tan cuidadosos, y ni siquiera se habían
encontrado todos los papeles en base a los cuales se le acusó; el gobierno
estaba decidido a hacer de ella un símbolo. De entre las acusaciones, la más
ultrajante fue la de incitar a su hijo a cometer incesto, pero fue la de
traición la que más pesó para su condena; el pueblo, cuyas condiciones de vida
estaban extremadas a causa de la guerra, no estaba dispuesto a tolerar la
posibilidad de que la reina hubiera conspirado con los austríacos, sus
compatriotas. Fue condenada y ejecutada dos días después.
Estas
tres muertes fueron aprovechadas para enviar un mensaje a las mujeres de toda
clase y condición: no debían intervenir en política. En la misma línea de
actuación, cuando las républicaines-revolutionaires
sostuvieron una serie de batallas callejeras con mujeres de otras opiniones
políticas, el gobierno aprovechó la oportunidad para proponer el 30 de octubre
la eliminación de todos los clubes femeninos y la prohibición de todas las
reuniones públicas de mujeres. Sus principales aliados, los extremistas enragés, también eran en ese momento perseguidos
por el gobierno, de modo que Pauline Léon (que fue detenida junto con su
esposo, Leclerc) y Claire Lacombe no tuvieron más remedio que guardar silencio.
Pero
si la Asamblea no había concedido a las mujeres el derecho a la participación,
ni la Convención había estado dispuesta a reconocérsela, obligándolas a volver a
sus hogares, tampoco el Directorio les daría mayores garantías. Con la caída y
ejecución de Robespierre se derogó la ley de Máximos, lo cual produjo un
ascenso brutal en los precios de los alimentos de primera necesidad. Las
mujeres del pueblo participaron activamente en las protestas, pero a causa de
la disolución de sus clubes estaban desorganizadas, y las reclamaciones del
pueblo fueron fácilmente reprimidas. Se legisló, además, que los grupos de más
de cinco mujeres podían ser dispersados mediante la fuerza, y las mujeres que
formaran parte de ellos arrestadas. Tampoco el Código de Napoleón, más
adelante, mejoró su situación: por el contrario, el divorcio fue modificado a
favor de los hombres, las mujeres perdían el derecho a firmar contratos sin
consentimiento de su tutor masculino, y sólo se mantuvieron de los logros de la
Revolución el derecho a la herencia igualitaria.
Por
tanto, ¿no ganaron nada las mujeres con la Revolución? Ciertamente, las
concesiones legales en su favor fueron efímeras, excepto la de la herencia, y
en ningún momento se planteó de modo serio defender su derecho al voto, ni
tampoco su capacidad para ocupar cargos públicos. Las mujeres que fueron
verdaderamente poderosas durante ese período, como Madame Stäel y Madame
Roland, nunca abogaron por los derechos colectivos de las mujeres, sino que
prefirieron actuar desde las sombras, gracias al poder de sus hombres. Finalmente,
incluso el hecho innegable de que las agrupaciones femeninas implicadas en la
política eran un poder fáctico en las calles fue negado y prohibido, por el
mismo grupo que se había visto beneficiado por su apoyo.
Sin
embargo, el proceso revolucionario sí
dejó su impronta en los movimientos femeninos que estaban por venir. Al margen
de figuras emblemáticas que sí lucharon por sus derechos, como Olympe de Gouges
y Théroigne de Méricourt, la revolución propició por primera vez la aparición
de los clubes de mujeres políticamente activas, con normas establecidas y una
organización estricta y ordenada. Más allá de las reclamaciones individuales,
las mujeres habían comenzado a organizarse para llevar a cabo movilizaciones, y
esto resultaría de suma importancia en las décadas venideras, cuando comenzaron
a exigir todo aquello que no les había dado la Revolución.
Si te interesa ahondar en la cuestión, te recomiendo consultar estos artículos de Andrea Ordóñez:
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