viernes, 11 de marzo de 2016

Mujeres de la Revolución Francesa I

“Oh, mi pobre sexo”, escribió Olympe de Gouges un año antes de morir. “Oh, mujeres que nada ganaron con la Revolución”.
¿Era cierta esta afirmación? ¿No ganaron nada las mujeres con la Revolución Francesa? A continuación, siguiendo con la línea iniciada por mi compañera Andrea Ordóñez analizaremos qué ganaron, qué perdieron, y sobre todo, cómo intervinieron en el proceso revolucionario algunas mujeres emblemáticas con diversos intereses y procedencias sociales.



Cuando se reunieron los Estados Generales se hallaba en el centro de los acontecimientos Madame Stäel, hija del banquero suizo Necker, ministro de Finanzas. En 1788 había publicado privadamente un ensayo acerca de Rousseau, que le conquistó cierta reputación en el mundo de las letras. En su salón de la embajada sueca (su esposo, barón de Stäel Holstein, era embajador de Suecia en Francia) reunía a todo tipo de intelectuales, aunque por su posición de hija de un extranjero buscaba sobre todo atraer a la nobleza francesa.
Gravitaba en torno a la figura de su padre, para quien el ideal habría sido una monarquía constitucional según los principios ingleses. Sin embargo, al no ser escuchadas sus exigencias de que la votación de los Estados Generales se llevara cabo por individuos, en lugar de por estados, el 17 de junio se declaró la Asamblea Nacional. El 11 de julio Necker fue despedido como ministro por el rey, que le exhortó a salir secretamente del país. Para mucha gente que deseaba cambios, aquella destitución significaba que había llegado la hora de convocar las armas. El 14 de julio, se producía el asalto a la Bastilla.
En ese punto hace su aparición Théroigne de Méricourt, que había llegado a París el año anterior bajo la protección de un anciano noble. De escasa educación y humilde procedencia, pronto alcanzó fama en París al convertirse en una presencia habitual en las calles en momentos de alboroto, como lo fue el asalto a la Bastilla. Cuando dos años más tarde reflexionaba sobre su incorporación a las protestas y reuniones cada vez más habituales, destacó la sensación de que las barreras sociales habían desaparecido en el nuevo espíritu de cambio.
El 20 de julio, cediendo a las presiones populares, el rey llamó nuevamente a Necker, cuyo retorno fue triunfal. Llegaba, sin embargo, en un momento de gran caos y crisis. El poder había pasado a manos de la Asamblea Nacional, y poco después se promulgaba la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, aunque el rey no la ratificaría hasta octubre.
El 5 de octubre, el hambre y los altos precios llevaron a un nutrido grupo de mujeres parisinas a protagonizar una revuelta activa, invadiendo Versalles. A ellas se unieron más personas conforme avanzaba la jornada, exigiendo al día siguiente el traslado a París de la familia real, que aceptó tras  ver los disturbios y conflictos con la Garde du Corps y la Guardia Nacional. La marcha sobre Versalles constituyó un momento icónico de la Revolución, pero sus beneficios para la causa femenina son dudosos, porque muchos la utilizaron para sostener la idea de la volatilidad y peligrosidad de las mujeres que se mezclaban en asuntos públicos.
Por el contrario, el traslado de la Corte a París fue sin duda beneficioso para las damas que presidían salones, como era el caso de Madame Stäel.  Aunque hombres de origen humilde podía lograr acceso a dichos salones si se destacaban, no sucedía así con las mujeres. Por eso Théroigne de Méricour veía vedado su acceso a ellos, lo cual no le impedía ser muy activa en otros sectores. En febrero de 1790 se presentó en el Club de los Cordeleros, donde propuso que se levantara un templo a la libertad sobre los cimientos de la Bastilla, propuesta que fue aceptada calurosamente. Menos entusiastas de su persona, por otro lado, eran los periódicos realistas, que a menudo la presentaban como una amante insaciable de todas las figuras prominentes de izquierda. Su fama crecía y se le atribuían todo tipo de hechos, hasta tal punto que en marzo de 1790 se sintió gravemente amenazada y regresó a su Lieja natal.
Otra mujer que se destacaba en los círculos revolucionarios parisinos era Manon Roland, que procedía de la pequeña burguesía y detestaba a los privilegiados. Durante su juventud solitaria se había volcado en la lectura, tanto de obras francesas como extranjeras, y aunque su esposo compartía su entusiasmo político e intelectual, era ella quien encabezaba un círculo de de pensadores afines. Su marido, inspector de manufacturas en Lyon, era veinte años mayor, y su matrimonio era armónico pero no particularmente feliz. Ante tal situación Madame Roland tomó la resolución de plegarse a los deseos de su esposo, haciendo gala de las virtudes tradicionales de las mujeres de la antigua Roma, de la cual era admiradora ferviente. Sin embargo, su influencia sobre las decisiones políticas que él tomó llegaría a ser enorme.
En febrero de 1791 se instalaron en París, y pronto pasaron a formar parte de un círculo que ya empezaba a considerar la propuesta del que presidía Madame Stäel (una monarquía limitada, al estilo de la británica) como demasiado moderada: deseaban una república. Así, Madme Roland comenzó a asistir a las asambleas de la Sociedad de Amigos de la Constitución (jacobinos) y a las sesiones de la Asamblea Constituyente, mientras las posiciones se extremaban. Distintos hechos minaron el nexo entre la Asamblea y la corte; en junio la huida del rey, capturado y devuelvo ignominiosamente a la capital, acabaron de desprestigiar su figura a los ojos de la población. En adelante sería un prisionero en las Tullerías, mientras se le suspendía provisionalmente.
Entró en aquel momento en escena Olympe de Gouges, dramaturga de mediana edad, cuya extravagancia no estaba reñida con una inteligencia sólida y un gran inconformismo. Durante la revolución escribió proponiendo diversas medidas sociales: talleres para desocupados, un impuesto voluntario sobre la riqueza, mejores condiciones en los hospitales de maternidad. Finalmente, Los derechos de la mujer fue su obra magna, en la que reclamaba igualdad de derechos con los hombres ante la ley, en las cuestiones cívicas y en la posesión de la propiedad. El folleto fue dedicado a la reina, puesto que Olympe creía en una monarquía constitucional.
El 17 de septiembre, para alegría de los que buscaban esa forma de gobierno, el rey había aceptado la nueva Constitución. Sin embargo, el acuerdo de Austria y Prusia para entrar en guerra con Francia y defender al rey pendía como una espada sobre París. El nuevo ministro de Guerra Narbonne, para quien su amante de Madame Stäel logró el puesto,  constató la penosa situación del ejército y animó sin resultados al rey a apoyar sinceramente la Constitución. Habría querido formar un partido de centro, pero la situación se extremaba cada vez más, y la tarea excedía a sus fuerzas. Su renuncia propició  cambios en la administración, que pasó a manos de los girondinos, y así Monsieur Roland se encontró convertido en el nuevo ministro de Interior. El 20 de abril de 1791, el rey declaraba la guerra, noticia recibida con entusiasmo por la mayoría de grupos, dado que cada uno esperaba lograr gracias a ella los propios intereses: los monárquicos pensaban que podrían recuperar el control de la situación con la victoria de Austria y Prusia, mientras que los girondinos creían que se trataría de una campaña breve, la cual se saldaría con una victoria que reforzará su poder. Sólo los grupos situados más  a la izquierda  se oponían.
En febrero de 1792 retornaba a París Théroigne de Méricourt, que durante el año anterior había sido secuestrada en su Lieja natal por los austríacos, y detenida e interrogada bajo la acusación de tratar de asesinar a la reina. Ahora aprovechó su aureola de mártir de la izquierda para exigir ante el estallido de la guerra que las mujeres tuvieran el derecho de portar armas, entrenándose dos veces por semana en el Campo de Marte. Pero incluso entre las mujeres la medida tuvo poco apoyo, recibiendo mucho más sarcasmo y burlas que aliento.
Entretanto, Madame Roland ejercía sutilmente el poder tras la figura de su esposo, que de hecho delegaba parte de sus deberes en ella, como antaño había hecho con sus negocios. Trató de atraer a Robespierre al círculo girondino, pero éste y sus jacobinos divergían cada vez más de las políticas de estos, particularmente la proclamación de la guerra.

En efecto, el conflicto tuvo un comienzo desastroso para los franceses, que se retiraron en desorden. El rey, interesado en una victoria de las fuerzas absolutistas extranjeras, demoraba todo lo posible la toma de decisiones, por lo que los Roland le dirigieron una carta en junio de ese año, exigiéndole resolución si no deseaba que la revolución tomara un curso más sangriento al sospecharse de su lealtad. El monarca trató de reforzar su posición y Monsieur Roland fue despedido, pero al producirse el hecho el matrimonio ya había leído la carta ante la Asamblea Nacional, donde fue recibida con entusiasmo. El 10 de agosto, indignada con el rey, la multitud atacaba las Tullerías, y con ello comenzaba una etapa más radical de la Revolución.

Si deseas profundizar más en este asunto, te recomiendo visitar el siguiente artículo de Andrea Ordónez:

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