miércoles, 3 de febrero de 2016

La defensa de la comunidad: las murallas en la Iberia protohistórica

Por lo general, la arquitectura defensiva que alza cualquier sociedad en su lugar de hábitat representa un exponente de las capacidades técnicas, ideológicas y socio-económicas de dicha comunidad, materializando sus valores en estas construcciones de carácter defensivo.

El amurallamiento a parte de un carácter defensivo, aunque esto de forma relativa, parte de una intención simbólica. Es importante recalcar que los primeros recintos defensivos no estaban enfocados a una defensa de la comunidad frente a otra, sino que estaban planteados para poder mantener el hábitat separado de los animales salvajes. Pero esto implicaría también una cierta defensa frente a ataques de otras comunidades. Pronto estas defensas se vieron insuficientes y se buscaron maneras alternativas de protección. De esta manera las murallas van adquiriendo un factor de monumentalizarían que tendría como fin la petrificación de la posesión del territorio, y por lo tanto del dominio de sus recursos.

Reconstrucción Muralla de Numancia
Fotografía: Julio Asuncion
http://numancia-guia-arqueologica.blogspot.com.es/2011/02/7-muralla-celtiberica.html


Hay que visualizar esto desde una perspectiva de cambio de sociedad. Las sociedades se van convirtiendo en entes complejos, con una cada vez más variada jerarquía social. Se evoluciona de una sociedad de bandas donde el mando de dichas bandas lo ostentaría el líder, un individuo que destacara por sus cualidades físicas, intelectuales, etc. Pero esta sociedad por sus características estaba limitada a unos pocos individuos, menos de 100, y su economía se centraría en la caza y recolección, lo que obligaba a configurar campamentos provisionales cuyo elemento defensivo más destacado sería una simple empalizada.

La expansión y consolidación de la agricultura traería consigo la aparición de poblados permanentes y con ellos el concepto de “propiedad” del territorio de una comunidad. Surgen los rituales cíclicos y las funciones religiosas. Se trata de sociedades fragmentarias, compuestas de varias comunidades, que ya comienzan a realizar las primeras incursiones sobre territorio considerado ajeno. Por este motivo, se empiezan a realizar murallas más firmes, pero son más elementos de defensa disuasoria que defensa tal y como nosotros lo entendemos.
Puerta Ses Paisses.
Fotografía: Jesús Sanz
La escalada de las incursiones, el aumento de la población y la concentración del poder en determinados individuos dio como resultado la aparición de un nuevo modelo de sociedad, el de jefatura, un modelo de una jerarquía basada en el parentesco bajo un líder de carácter hereditario, legitimado por los poderes religiosos y seguido por una casta guerrera de elevado status. En estos momentos comienza a darse un efecto de acumulación y redistribución partiendo del centro del poder, el jefe, dando lugar a la aparición de un nuevo modelo laboral, el artesano especializado. Es en este momento cuando se empieza a petrificar el territorio, se construyen grandes monumentos los núcleos de población empiezan a fortificar sus murallas, creando los primeros elementos complejos, como son las torres de flanqueo, los laberintos, etc. Los poblados se construyen de forma que las puertas no den directamente al núcleo del hábitat, sino que tengan que recorrer un trayecto largo y no libre de peligros.

Cuando se ha analizado el papel militar y no el simbólico de las fortificaciones, el énfasis se ha puesto en su capacidad  defensiva a nivel táctico y de control territorial. En cambio, sabemos menos del uso de las fortalezas, urbanas o rurales, como parte de una estrategia defensiva frente ataques del exterior. Sin embargo los trabajos realizados se han centrado más bien en el dominio y control de los campos que en la defensa militar exterior.

No obstante, debemos tener en cuenta diversos factores. Incluso cuando los íberos del s. III a.C. aplicaron las más avanzadas técnicas de fortificación, tomadas del mundo griego o púnico, lo hicieron con torpeza en la potencialidad defensiva. Tampoco se encuentran pruebas de que los íberos usaran alguna vez máquinas ofensivas de estilo griego helenístico, ni tampoco en su versión defensiva. Esto lleva a  pensar que la sorpresa o la traición debieron ser las únicas formas de tomar oppida grandes, aunque cualquier atalaya o alquería podía tomarse por asalto si la defensa era limitada en número. Por eso las fortificaciones ibéricas concentran unas defensas pobres, salvo en la zona de las puertas, donde es habitual encontrar entradas acodadas o en pasillo. El conocimiento, adopción y desarrollo de los sistemas defensivos complejos en la arquitectura ibérica se produjo mediante la combinación  de las experiencias de los mercenarios íberos del siglo V a.C. y la visión de las fortificaciones de los enclaves y colonias griegas en la Península Ibérica, como pudiera ser el caso de Emporion. Las características arquitectónicas presentan variantes zonales y cronológicas, pero se ve la influencia de la poliorcética mediterránea y la asunción por las diversas comunidades de los preceptos de la guerra de asedio, tal y como deducen otros autores de los poblados del Castellet de Bayoles y el Puig de Sant Andreu, por el contrario Pierre Moret  defiende que la existencia de sistemas de flanqueo extensos o completos en algunas fortificaciones ibéricas no es una consecuencia de la revolución poliorcética acaecida en el Mediterráneo central a principios del siglo IV a.C., si no que los ejemplares ibéricos mejor conocidos se remontan al siglo VI a.C. Aunque no habría que olvidar la influencia fenicia al respecto, en particular en la zona tartésica, ya que la adopción de las técnicas poliorcéticas fenicias se documentan con seguridad desde inicios del siglo VII a.C.
Muralla del Puig de Sant Andreu

 Aunque encontramos en las fuentes referencias al uso de jabalinas incendiarias, horcas para empujar las escalas de asalto y garfios para alzar a los atacantes, en la defensa “pasiva” de sus poblados, se tratan de ingenios elementales que bien podrían haber sido trasmitidos por los cartagineses de Asdrúbal.

Esto no entraría en contradicción con la noción de que las fortalezas ibéricas rara vez fueran asediadas, debido a la temporalidad de los asaltos, bastaba con refugiarse y esperar la retirada del atacante; siempre y cuando se tratara de una razzia rápida, sin embargo si el conflicto  era a mayor escala o una guerra abierta, se decidiría en los campos, y  el vencido aceptaría su obligación de pagar tributo al triunfador, ya que nadie estaría interesado en los largos rigores y penalidades de un asedio.
Por otra parte no hay pruebas de la existencia de fuertes-barrera fronterizos. La dispersión de puntos fortificados en la mayoría de las zonas donde se ha estudiado parece más bien dedicarse al control y al refugio en área, no en línea o barrera. Los estudios sobre “fronteras” en el mundo ibérico suele enmascarar trabajos que en realidad se centran sobre la ocupación del territorio en las zonas de contacto con áreas que correspondían a otros grupos, pero ni siquiera plantean  la cuestión  de la defensa de dichas fronteras. Esto se debe a dos cuestiones, a que ni siquiera se planea la cuestión en sus términos de defensa militar, y a que dicho concepto resulta esquivo a nivel arqueológico, probablemente debido a que no existiera ningún sistema defensivo tangible. Tampoco se han identificado las fronteras- vacío con claridad en el mundo ibérico, aunque hay propuestas para la zona entre Edetania y Sagunto, donde el vacío se concibe como que no “había necesidad de defender” los respectivos territorios en esta zona y que, por tanto, no había hostilidad entre las dos ciudades edetanas.

Arqueológicamente la definición de unidades políticas a través del territorio resulta complicada. El patrón de asentamiento de oppida y torres fortificadas permite diferentes modelos interpretativos. El caso de Torreparedones permite constituir un núcleo  independiente con sus propias torres-satélite en  todo su alrededor, otro modelo interpretativo lo ve como la cabeza de un territorio más amplio, que se expande hacia el sur, abarcando otros oppida en un anillo exterior, que llevaría la frontera hasta el límite montañoso con la subbética, donde aparecen una alineación Este-oeste de torres fortificadas  que domina visualmente hacia el norte. En todo caso, el estudio  de visibilidades llevó a proponer  dos áreas independientes con una frontera que correría a lo largo del Guadajoz.

El análisis de las torres-atalaya es un buen ejemplo de las dificultades del análisis territorial. Sin embargo, se llega a pensar en una  malla en profundidad de posiciones  fortificadas con especial preocupación hacia el Este, Oeste y Sur, dejando más desprotegido el flanco norte. El autor se desmarca  de darle exclusivamente una función defensiva militar a los diversos recintos, añadiendo la posibilidad de considerarlos además como núcleos de hábitat y de producción agrícola. Esto parece confirmarse con lo defendido por Almagro Gorbea en 2006 para el caso tartésico, donde los asentamientos rurales fortificados pasaron a ser característicos del mundo colonial fenicio, donde se observa que había grandes propiedades fortificadas que proporcionaban grano y otros elementos de subsistencia a las ciudades, y que a su vez tienen su existencia en el mundo cartaginés.

En cuanto a las torres meridionales, considerando que el control visual se extendía hacia el norte y que parecía, por su dispersión, conectadas con los oppida  del sur más que con los de la Subbética. En consecuencia sí queda pensar en una función de vigilancia de las vías de comunicación  y una frontera a lo largo de la Sierra de Cabra. En cuanto a su origen, según Plinio, se trata de obras de periodo Cartaginés, aunque existe la posibilidad  de ser plenamente indígenas, producto  de un plan único de contención, o bien  de resultado de una dinámica propia, donde las zonas descritas pertenecerían a planes distintos, esto se tiende a identificar como una fase de construcciones  de época ibérica antigua, en el s. VI. A.C., y otra romana, que estarían vinculadas a una explotación civil agrícola o minera. Otra alternativa parece mostrar que las torres existieron desde el s. VI a.C. llegando a época romana, con diversas funciones.  Aun con el debate abierto entre ambas alternativas,  el autor defiende, que existen suficientes datos arqueológicos y textuales como para afirmar que las torres-atalaya no eran desconocidas en el siglo III a.C. para el tipo de guerra definido previamente las torres cumplirían su propósito, pero deberían  estar permanentemente habitadas por  alguna forma de tropa permanente.

Todo esto lleva a pensar en una defensa de una frontera lineal o de barrera en torno al s. III a.C. y ya se plantean modelos defensivos en torno a la granja fortificada, donde la labor de defensa sería una más de las múltiples obligaciones de los habitantes de dicho recinto junto al trabajo en los campos. También se puede defender el uso de estos recintos como lugares de refugio y de concentración, no de defensa del territorio, y que quizás se daría un “reforzamiento de las estrategias defensivas del territorio” con la aparición de   guarniciones militares permanentes. De esta manera cada Oppidum controlaría su propio territorio circundante y serviría a la vez de atalaya de observación y refugio.

Un último elemento a tener en cuenta, aunque obvio, sería la decisión a la hora de defender la plaza de las tropas guarnecidas. Ya que no hay  fortaleza que no caiga ante un enemigo decidido; a lo que se sumaría otro gran principio militar que reza que no hay mejor defensa que un buen ataque.


Como consecuencia de todos estos puntos la defensa tal y como era concebida por los iberos, era una defensa activa basada en salir de los recintos fortificados y ofrecer batalla para expulsar al enemigo que saqueaba los campos. Por eso se deduce que los recintos fortificados ibéricos sólo estaban diseñados para  detener los asaltos sorpresa o impedir la entrada de alimañas. Un asalto prolongado carecería de sentido en su forma de entender la guerra, ya que se sacaría más provecho inmediato saqueando los campos y esperando la sorpresa en la siguiente estación bélica. La llegada de cartagineses y romanos a la península Ibérica dio un salto cualitativo en la forma de entender la actividad bélica, convirtiendo en un objetivo la toma del núcleo fortificado, donde la única salida era la resistencia  a ultranza, pues la alternativa era una vida de esclavitud.
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