Por lo general, la arquitectura defensiva que alza cualquier sociedad en su lugar de hábitat representa un exponente de las capacidades técnicas, ideológicas y socio-económicas de dicha comunidad, materializando sus valores en estas construcciones de carácter defensivo.
El amurallamiento a parte de un carácter defensivo, aunque esto de forma relativa, parte de una intención simbólica. Es importante recalcar que los primeros recintos defensivos no estaban enfocados a una defensa de la comunidad frente a otra, sino que estaban planteados para poder mantener el hábitat separado de los animales salvajes. Pero esto implicaría también una cierta defensa frente a ataques de otras comunidades. Pronto estas defensas se vieron insuficientes y se buscaron maneras alternativas de protección. De esta manera las murallas van adquiriendo un factor de monumentalizarían que tendría como fin la petrificación de la posesión del territorio, y por lo tanto del dominio de sus recursos.
Reconstrucción Muralla de Numancia Fotografía: Julio Asuncion http://numancia-guia-arqueologica.blogspot.com.es/2011/02/7-muralla-celtiberica.html |
Hay que visualizar esto desde una perspectiva de cambio de sociedad. Las
sociedades se van convirtiendo en entes complejos, con una cada vez más variada
jerarquía social. Se evoluciona de una sociedad de bandas donde el mando de
dichas bandas lo ostentaría el líder, un individuo que destacara por sus
cualidades físicas, intelectuales, etc. Pero esta sociedad por sus características
estaba limitada a unos pocos individuos, menos de 100, y su economía se centraría
en la caza y recolección, lo que obligaba a configurar campamentos
provisionales cuyo elemento defensivo más destacado sería una simple empalizada.
La expansión y consolidación de la agricultura traería consigo la aparición
de poblados permanentes y con ellos el concepto de “propiedad” del territorio
de una comunidad. Surgen los rituales cíclicos y las funciones religiosas. Se
trata de sociedades fragmentarias, compuestas de varias comunidades, que ya
comienzan a realizar las primeras incursiones sobre territorio considerado
ajeno. Por este motivo, se empiezan a realizar murallas más firmes, pero son más
elementos de defensa disuasoria que defensa tal y como nosotros lo entendemos.
Puerta Ses Paisses. Fotografía: Jesús Sanz |
La escalada de las incursiones, el aumento de la población y la concentración
del poder en determinados individuos dio como resultado la aparición de un
nuevo modelo de sociedad, el de jefatura, un modelo de una jerarquía basada en
el parentesco bajo un líder de carácter hereditario, legitimado por los poderes
religiosos y seguido por una casta guerrera de elevado status. En estos momentos comienza a darse un efecto de acumulación
y redistribución partiendo del centro del poder, el jefe, dando lugar a la aparición
de un nuevo modelo laboral, el artesano especializado. Es en este momento
cuando se empieza a petrificar el territorio, se construyen grandes monumentos
los núcleos de población empiezan a fortificar sus murallas, creando los
primeros elementos complejos, como son las torres de flanqueo, los laberintos, etc.
Los poblados se construyen de forma que las puertas no den directamente al núcleo
del hábitat, sino que tengan que recorrer un trayecto largo y no libre de
peligros.
Cuando se ha analizado el papel militar y no
el simbólico de las fortificaciones, el énfasis se ha puesto en su
capacidad defensiva a nivel táctico y de
control territorial. En cambio, sabemos menos del uso de las fortalezas,
urbanas o rurales, como parte de una estrategia defensiva frente ataques del
exterior. Sin embargo los trabajos realizados se han centrado más bien en el
dominio y control de los campos que en la defensa militar exterior.
No obstante, debemos tener en cuenta
diversos factores. Incluso cuando los íberos del s. III a.C. aplicaron las más
avanzadas técnicas de fortificación, tomadas del mundo griego o púnico, lo
hicieron con torpeza en la potencialidad defensiva. Tampoco se encuentran pruebas
de que los íberos usaran alguna vez máquinas ofensivas de estilo griego
helenístico, ni tampoco en su versión defensiva. Esto lleva a pensar que la sorpresa o la traición debieron
ser las únicas formas de tomar oppida grandes,
aunque cualquier atalaya o alquería podía tomarse por asalto si la defensa era
limitada en número. Por eso las fortificaciones ibéricas concentran unas
defensas pobres, salvo en la zona de las puertas, donde es habitual encontrar
entradas acodadas o en pasillo. El conocimiento, adopción y desarrollo de los
sistemas defensivos complejos en la arquitectura ibérica se produjo mediante la
combinación de las experiencias de los
mercenarios íberos del siglo V a.C. y la visión de las fortificaciones de los
enclaves y colonias griegas en la Península Ibérica, como pudiera ser el caso
de Emporion. Las características
arquitectónicas presentan variantes zonales y cronológicas, pero se ve la
influencia de la poliorcética mediterránea y la asunción por las diversas
comunidades de los preceptos de la guerra de asedio, tal y como deducen otros
autores de los poblados del Castellet de Bayoles y el Puig de Sant Andreu, por el contrario
Pierre Moret defiende que la existencia
de sistemas de flanqueo extensos o completos en algunas fortificaciones
ibéricas no es una consecuencia de la revolución poliorcética acaecida en el
Mediterráneo central a principios del siglo IV a.C., si no que los ejemplares
ibéricos mejor conocidos se remontan al siglo VI a.C. Aunque no habría que
olvidar la influencia fenicia al respecto, en particular en la zona tartésica,
ya que la adopción de las técnicas poliorcéticas fenicias se documentan con
seguridad desde inicios del siglo VII a.C.
Muralla del Puig de Sant Andreu |
Aunque encontramos en las fuentes referencias
al uso de jabalinas incendiarias, horcas para empujar las escalas de asalto y
garfios para alzar a los atacantes, en la defensa “pasiva” de sus poblados, se
tratan de ingenios elementales que bien podrían haber sido trasmitidos por los
cartagineses de Asdrúbal.
Esto no entraría en contradicción con la
noción de que las fortalezas ibéricas rara vez fueran asediadas, debido a la
temporalidad de los asaltos, bastaba con refugiarse y esperar la retirada del
atacante; siempre y cuando se tratara de una razzia rápida, sin embargo si el
conflicto era a mayor escala o una
guerra abierta, se decidiría en los campos, y
el vencido aceptaría su obligación de pagar tributo al triunfador, ya
que nadie estaría interesado en los largos rigores y penalidades de un asedio.
Por otra parte no hay pruebas de la
existencia de fuertes-barrera fronterizos. La dispersión de puntos fortificados
en la mayoría de las zonas donde se ha estudiado parece más bien dedicarse al
control y al refugio en área, no en línea o barrera. Los estudios sobre
“fronteras” en el mundo ibérico suele enmascarar trabajos que en realidad se
centran sobre la ocupación del territorio en las zonas de contacto con áreas
que correspondían a otros grupos, pero ni siquiera plantean la cuestión
de la defensa de dichas fronteras. Esto se debe a dos cuestiones, a que
ni siquiera se planea la cuestión en sus términos de defensa militar, y a que
dicho concepto resulta esquivo a nivel arqueológico, probablemente debido a que
no existiera ningún sistema defensivo tangible. Tampoco se han identificado las
fronteras- vacío con claridad en el mundo ibérico, aunque hay propuestas para
la zona entre Edetania y Sagunto, donde el vacío se concibe como que no “había
necesidad de defender” los respectivos territorios en esta zona y que, por
tanto, no había hostilidad entre las dos ciudades edetanas.
Arqueológicamente la definición de unidades
políticas a través del territorio resulta complicada. El patrón de asentamiento
de oppida y torres fortificadas
permite diferentes modelos interpretativos. El caso de Torreparedones permite
constituir un núcleo independiente con
sus propias torres-satélite en todo su
alrededor, otro modelo interpretativo lo ve como la cabeza de un territorio más
amplio, que se expande hacia el sur, abarcando otros oppida en un anillo exterior, que llevaría la frontera hasta el
límite montañoso con la subbética, donde aparecen una alineación Este-oeste de
torres fortificadas que domina
visualmente hacia el norte. En todo caso, el estudio de visibilidades llevó a proponer dos áreas independientes con una frontera que
correría a lo largo del Guadajoz.
El análisis de las torres-atalaya es un buen
ejemplo de las dificultades del análisis territorial. Sin embargo, se llega a
pensar en una malla en profundidad de
posiciones fortificadas con especial
preocupación hacia el Este, Oeste y Sur, dejando más desprotegido el flanco
norte. El autor se desmarca de darle
exclusivamente una función defensiva militar a los diversos recintos, añadiendo
la posibilidad de considerarlos además como núcleos de hábitat y de producción
agrícola. Esto parece confirmarse con lo defendido por Almagro Gorbea en 2006
para el caso tartésico, donde los asentamientos rurales fortificados pasaron a
ser característicos del mundo colonial fenicio, donde se observa que había
grandes propiedades fortificadas que proporcionaban grano y otros elementos de
subsistencia a las ciudades, y que a su vez tienen su existencia en el mundo
cartaginés.
En cuanto a las torres meridionales,
considerando que el control visual se extendía hacia el norte y que parecía,
por su dispersión, conectadas con los oppida
del sur más que con los de la
Subbética. En consecuencia sí queda pensar en una función de vigilancia de las
vías de comunicación y una frontera a lo
largo de la Sierra de Cabra. En cuanto a su origen, según Plinio, se trata de
obras de periodo Cartaginés, aunque existe la posibilidad de ser plenamente indígenas, producto de un plan único de contención, o bien de resultado de una dinámica propia, donde
las zonas descritas pertenecerían a planes distintos, esto se tiende a
identificar como una fase de construcciones
de época ibérica antigua, en el s. VI. A.C., y otra romana, que estarían
vinculadas a una explotación civil agrícola o minera. Otra alternativa parece
mostrar que las torres existieron desde el s. VI a.C. llegando a época romana,
con diversas funciones. Aun con el
debate abierto entre ambas alternativas,
el autor defiende, que existen suficientes datos arqueológicos y
textuales como para afirmar que las torres-atalaya no eran desconocidas en el
siglo III a.C. para el tipo de guerra definido previamente las torres
cumplirían su propósito, pero deberían
estar permanentemente habitadas por
alguna forma de tropa permanente.
Todo esto lleva a pensar en una defensa de
una frontera lineal o de barrera en torno al s. III a.C. y ya se plantean
modelos defensivos en torno a la granja fortificada, donde la labor de defensa
sería una más de las múltiples obligaciones de los habitantes de dicho recinto
junto al trabajo en los campos. También se puede defender el uso de estos
recintos como lugares de refugio y de concentración, no de defensa del
territorio, y que quizás se daría un “reforzamiento de las estrategias
defensivas del territorio” con la aparición de
guarniciones militares permanentes. De esta manera cada Oppidum controlaría su propio territorio
circundante y serviría a la vez de atalaya de observación y refugio.
Un último elemento a tener en cuenta, aunque
obvio, sería la decisión a la hora de defender la plaza de las tropas guarnecidas.
Ya que no hay fortaleza que no caiga
ante un enemigo decidido; a lo que se sumaría otro gran principio militar que
reza que no hay mejor defensa que un buen ataque.
Como consecuencia de todos estos puntos la defensa tal y como era
concebida por los iberos, era una defensa activa basada en salir de los
recintos fortificados y ofrecer batalla para expulsar al enemigo que saqueaba
los campos. Por eso se deduce que los recintos fortificados ibéricos sólo
estaban diseñados para detener los
asaltos sorpresa o impedir la entrada de alimañas. Un asalto prolongado
carecería de sentido en su forma de entender la guerra, ya que se sacaría más
provecho inmediato saqueando los campos y esperando la sorpresa en la siguiente
estación bélica. La llegada de cartagineses y romanos a la península Ibérica
dio un salto cualitativo en la forma de entender la actividad bélica,
convirtiendo en un objetivo la toma del núcleo fortificado, donde la única
salida era la resistencia a ultranza,
pues la alternativa era una vida de esclavitud.
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